Alberto Arias cuenta en un libro el trabajo realizado para estudiar la crianza de los langostinos en los esteros, incluyendo las desventuras del investigador que recogía a las hembras mareándose en el barco y maldiciendo cada bache del camino. Estos trabajos fueron al base de la actual acuicultura en los esteros.

 

Hace unos cuantos años, el Instituto de Ciencias Marinas de Andalucía hizo un intento de cultivar langostinos en los esteros de la Bahía. Estamos hablando de principios de los años 70, cuando el organismo era el Laboratorio de Cádiz del Instituto de Investigaciones Pesqueras y lo dirigía Julio Rodríguez Roda. La historia la recoge Alberto Manuel Arias en el libro donde se repasa el medio siglo del Instituto.

Antonio Rodríguez Martín fue el primer becario que tuvo este proyecto, y el libro describe detalladamente las desventuras del investigador, que pese a que lo pasó fatal haciendo el estudio, parecía estar entusiasmado con él (o, al menos, con las langostinas). Nuestro becario había puesto a punto una técnica de cultivo partiendo de hembras fecundadas que obtenía él mismo a bordo de los juanelos de la flota artesanal de Sanlúcar que faenaban en los caladeros cercanos a la desembocadura del Guadalquivir. Y también se encargaba él mismo de recoger a esas hembras y llevarlas hasta el laboratorio, en el puerto de Cádiz. Reproducimos el texto del libro de cómo se desarrollaba la recogida de estos ejemplares por su indudable interés:

«A sabiendas de que en cada embarque pasaba un mal rato a causa de su predisposición al mareo, no dudaba en salir al mar con todas sus energías. Cuando el barco pasaba la barra del río y empezaba el movimiento, A. Rodríguez cambiaba de color. No obstante, agarrado al mástil con fuerza, aguantaba hasta el límite, y “con arrojos” dirigía a los pescadores para que seleccionaran y trataran bien a las mejores hembras que capturaban. Sus garrafas de 50 litros, provistas de un aireador portátil con una pila de petaca –tecnología de última generación en aquella época-, y con nueve o diez hembras selectas eran su más preciado tesoro».

La aventura no quedaba aquí:

«El traslado de este valioso material, en coche desde Sanlúcar hasta Cádiz, constituía una experiencia excitante, una mezcla de rally y fórmula 1, en la que cada bache y cada curva de la carretera eran maldecidos con vehemencia. Finalmente, la llegada al Laboratorio y la colocación de las hembras en los tanques era para A. Rodríguez un acto místico y asombroso, en el que -independientemente de la hora o del día en que ocurriera y del madrugón y los mareos que conllevaba-, cada hembra era acariciada y depositada con mimo exquisito en el tanque de puesta».

La verdad es que estos denodados esfuerzos merecieron la pena y el experimento no fue mal: consiguió unos porcentajes de supervivencia larvaria similares a los que lograban por aquel entonces los japoneses con medios más desarrollados, relata el libro. El engorde se realizó en San Fernando, ya a mediados de la década, en la salina «Esperanza siglo XXI» y se amplió a dos especies más, el langostino japonés y el camarón rayado, con buenas tasas de crecimiento y maduración. Curiosamente, incluso se utilizó agua caliente de los efluentes de la central térmica de la Bahía de Algeciras (la que encontraban en Cádiz estaba demasiado contaminada) para el realizar cultivos intensivos en tanques, que también fueron bastante bien.

Una foto de langostinos de Sanlúcar siempre alegra la vista.

El autor del libro, Alberto Arias, explica que este y otros estudios del Instituto en los esteros marcaron el camino de la actividad actual; tras cada dorada que nos comemos hoy en día, explica, están los esfuerzos de aquellos investigadores que acariciaban a las langostinas ‘preñadas’.

La foto que aparecen en el reportaje son de libro, y su publicación ha sido autorizada por Arias. En esta imagen de parte del equipo del centro, el becario Antonio Rodríguez es el de la derecha de la fila de abajo. Puedes leer el libro completo aquí.

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