Siempre me lo he imaginado en un gran teatro, siendo anunciado por un presentador de chaqué de esos con las solapas brillantitas y pajarita. En el escenario tan sólo una mesa, eso sí, vestida con un impecable mantel blanco de lino. Manolo aparecería desde el fondo, entre aplausos, con su pelo peinaopatrás, con su aspecto de divo de la ópera, con una bufanda blanca, para darse un toque de color, de estilo. Por dentro llevaría la medalla de la Virgen, pero eso queda sólo para él.

Diría, con su acento andaluz y su cara de galán de cine ya en época dorada, señoras y señores con ustedes, tartar de atún, y el público guardaría silencio como sólo ocurre en los grandes momentos. Cogería el tenedor, brillante como los premios que lucen en su restaurante y con la solemnidad que requiere la ocasión batiría el huevo a ritmo de serenata.

A Manolo en El Copo le gusta servir «a la inglesa». Se lo enseñaron casi de niño cuando con 14 años empezó de botones en el hotel Reina Cristina lo más granado que por entonces había en Algeciras. Allí aprendió a codearse con los dones y las doñas, a saber cómo tiene que estar uno ante la gente de postín. Aprendió a saludar al Rey emérito, al que sirvió en alguna ocasión, ya de joven, antes de que un día don Juan Carlos, conociera la urta embellecida con brandy de Jerez en una comida que le sirvió en El Copo.

A sus sesenta y tantos, no digo los tantos porque sé de su coquetería, sigue atendiendo a todo el mundo como un rey. Si en El Copo se pide tartar de atún y Manolo tiene ganas de torear, ordena que le pongan una pequeña mesa delante del cliente y el gran tenor interpreta su obra a medio metro de tí. Va juntando los ingredientes, explicando los pasos y poniéndole sus secretos, como un poquito de manzanilla en infusión que «tranquiliza» la carne del túnido.

El tartar de atún de Manolo es la única obra maestra del arte en el mundo que se unta en tostaditas al igual que otra de sus obras cumbres el foie de rape, los higaditos de este pescado transformados en un paté que si lo hubieran inventado los franceses saldría más caro que el caviar.

Porque a pesar de ser un hombre educado a la inglesa, Manolo siempre ha sido un valiente, un tio echao palante, quizás, por eso, le gusten tanto los toros. Fue capaz de llevar la cocina de toda la vida del Campo de Gibraltar a la mesa del gran restaurante. Los visitantes de su establecimiento lo mismo podían disfrutar de un bogavante o un rodaballo, que de un atún en manteca o un guiso de fideos con caballas, platos de pescadores, de plato jondo de loza blanca, de meterlos en pan para que así den dos comidas en vez de una.

Un día se le ocurrió hasta meter un coche de caballos en medio de uno de los salones de su restaurante. Y allí sigue la calesa, en medio de urnas de cristal que contiene mariscos vivos.

El Copo casi no tiene sitio ya para colgar recuerdos de todo lo que le ha dado la vida a Manolo Moreno. Tiene hasta una calle a su nombre en Palmones y, además, a petición de sus conciudadanos, qué más se puede pedir.

Pero uno de sus grandes méritos es que, a pesar de tener un pasado tan brillante, no se dedica a eso de la evocación sino que sigue dando lustre para que en su casa sigan apareciendo diamantes. Por lo pronto ya brillan cuatro de sus hijas que trabajan junto a él en El Copo.

El restaurante hace ya hasta su propio pan y es de esos de carta viva, de las que varía a diario en función de lo que da el agua salá. A Manolo le gusta fotografiarse con grandes corvinas, con voraces de vivos colores, con urtas buenas para meterlas al horno y cantar a los clientes una larga lista de platos del día que son como una prueba de que su casa goza de plena salud.

El gran tenor, para suerte de todos nosotros, sigue en plena forma. Por favor interprétanos otra vez a golpe de tenedor tartar de atún…con tostaditas.

Aqui el video en el que Manolo Moreno, el del Copo prepara su tartar de atún

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